martes, 15 de marzo de 2011

Viendo pasar el tiempo

Recuerdo que era enero. La tarde se deshacía en jirones de luz tras los cristales, en retales de polvo y nubes grises.
Recuerdo que era enero y que la tarde era sólo el reflejo de la tarde anterior, de todas esas tardes ya vividas, y a la vez el preludio de todas las que estaban por venir y que vendrían. Además, otra vez, era domingo, y su tedio teñía cada hora con la pátina gris del gris celaje. Pero aquel día, por ese extraño azar que como flecha entrelaza de pronto dos instantes, la frase de una novela con nuestra vida, el plano de una película con aquella ciudad que recorrimos, así de inesperada y de certera, llegaba a mis oídos la que habría de ser la banda sonora no sólo de aquella tarde, sino de todas las tardes de domingo. De todos los domingos, de invierno y cielo gris. Era una canción de El último de la fila. Una canción que venía a suavizar el peso del tedio dominical por medio de ese extraño mecanismo que sólo la buena literatura sabe poner en marcha: modificar la realidad hasta convertirla en otra cosa, en un universo no sólo más habitable, sino doblemente hermoso, doblemente vivo, más pleno, más intenso.
Y es que la músca, como tantas otras cosas en la vida, tiene la extraña capacidad de instalarse en nuestro presente, de formar parte de él, de quedarse a vivir en nuestras vidas como si siempre hubiera estado ahí, como una pieza más en el puzzle interminable del recuerdo
Infinitos domingos han llovido desde entonces... Infinitos oceanos y mares y cielos de astronomía razonables, y sin embargo, con que ímpetu resuenan todavía, con qué nuevo fulgor siguen contando los matices del mundo, sus pequeñas bellezas inexplicables.

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